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PRÓLOGO
ARMANDO BARONA MESA
Esta joya que usted, amable lector –o veedor si se quiere-, tiene en sus
manos, es portadora de una doble fortuna: en primer lugar la han seleccionado
las manos y la sensibilidad de una mujer, Luz Stella Restrepo, de muy hondos
conocimientos en materia de arte en un trasegar de más de veinticinco años,
pintora ella misma y participante muy valiosa en esta compilación; y en segundo
término porque por ella van desfilando, como en una exposición inmemorial,
cuarenta artistas de nuestra región, unos jóvenes, otros no tanto, portando
sobre sus hombros el deber de mantener la llama y el compromiso de impedir que
se extinga el arte en medio de una vida social tan inquietante y sobresaltada
como la que nos ha sido deparada por la suerte.
Aquí está ese desfile esperanzador llevado por la clara conducción de
Luz Stella, en un derroche de color y
espacios, salidos de ese espacio inconmensurable que es el universo, raíz y fin
de todo. Lindo destino.
Son cuarenta artistas, pintores y escultores, que divagan por las
diferentes manifestaciones del arte plástico en todos los estilos. No hay en
ellos una temporalidad, ni están puestos
de acuerdo en una escuela ni en ninguna otra cosa. No, ellos avanzan en su
llamado interior y navegan, bien por los terrenos del figurativismo, o del
abstracto, del realismo o el surrealismo, con el afán de quien siente en su
interior una misión, casi divina, de crear belleza o sentimiento que produzca
bien un sacudimiento, o una sensación solaz en medio de las diarias congojas de
la vida. Y lo hacen con ideas nuevas –en el arte nada es repetible, como que no
hay dos crepúsculos iguales en todos los siglos de la naturaleza-, con
concepciones audaces, visualizando en colores recónditos que crea la magia, una
fuga colorativa del contraste en ese tema inagotable donde todos, sin excepción,
han buscado horizontes.
Desde luego en el desfile no están todos los pintores y escultores que
ha dado esta tierra y los que han conquistado el reconocimiento público.
Aquellos maestros, en su mayor parte, no figuran en esta obra por motivos que no buscan el desconocimiento de
sus méritos; pero el abanico se abre con figuras que vienen demostrando su
virtuosismo con sus obras, reclinadas ordinariamente en el claustro silencioso
de los talleres. Empero, una mirada escrutadora, como la que ahora se brinda en
este libro, los destaca al primer lugar y demuestra cómo el río de Heráclito
continúa su marcha incesante, con nuevas concepciones y talentos frescos,
independientemente de las edades de cada cual.
El arte está imbricado todo en una misma necesidad consubstancial del
ser humano. Suelo decir que, por ejemplo, el hombre, para poder danzar –una
necesidad superior- tuvo que inventar la música. Nada menos. Y así como creó en
todas las civilizaciones el vino que lo sustraía de su diaria miseria, también
buscó las formas idealizadas de sí mismo en la escultura, o en la pintura que
dejó en el descubrimiento de su propio hogar en la caverna.
En realidad todo en la vida del ser humano, incluida su parte negativa
de la guerra, la esclavitud y la crueldad, ha sido un ascenso constante. Una
superación que permite afirmar rotundamente que, en contrario de lo que soñaba
el poeta lejano don Jorge Manrique en el conocido poema a la muerte de su
padre, todo tiempo presente –el futuro también lo será- es mejor que el
anterior. Ese es el fruto de la inteligencia humana, cuyo destino final aun no
podemos calcular. No nos es posible visualizar los adelantos que vendrán en el
inmediato futuro, veinte años más tarde, no obstante que los elementos del
modernismo actual nos estremecen.
Hay una verdad por decir –si es que en el pasado no se dijo-: el
hombre tiene un destino superior a su propio destino. O como lo expresara
Protágoras en la antigua Grecia, “El hombre es la medida de todas las cosas”. Ello
obedece a un punto nervioso de insatisfacción. Nunca estará satisfecho con nada
de lo que antes conquistaba su brazo y ahora su cerebro.
Y es esa insatisfacción, que le impide a veces conocer la
felicidad, precisamente el gran motor
que le ha enseñoreado, a pesar de las etapas del dolor, como el gran actor de
lo que conocemos del universo.
En el campo del arte tampoco el hombre se siente satisfecho. Ama el
arte, colecciona el arte y no puede vivir sin él. Aun en épocas nefandas como la
del nazismo, el arte estuvo allí a flor de piel y de labios. Los nazis
coleccionaron en latrocinio las grandes expresiones pictóricas. Y si bien los
bárbaros destruyeron hermosas ciudades y monumentos, los que llegaron después de
la barbarie reconstruyeron las
devastaciones y las tornaron tan bellas como habían sido antes. Varsovia es un
gran ejemplo.
Cuántas
veces, en todas las épocas de la historia, el hombre conquistó la perfección
del arte en la pintura, en la escultura, en la arquitectura, en la música, en
la orfebrería y aun en las artesanías, sin quedar satisfecho. Pero cuando
alcanzó esa perfección, como en el mito de Sísifo, tan exaltado por Albert Camus,
tuvo que volver a comenzar su búsqueda insatisfecha. Subir la roca a la cima,
para que volviera a caer en la sima. De ahí que cuando en pintura llegamos a una
perfección con Rafael o Miguel Ángel, Leonardo, Boticelli o cualquiera de los
grandes pinceles renacentistas, entraron nuevas formas que abominaron lo
anterior, adoptando otras temáticas que establecían las cambiantes expresiones
de la belleza. Y así se precipitaron por el impresionismo y luego por el
expresionismo y el cubismo, para caer en un movimiento nihilista en todos los
campos del arte de repudio a todo, hasta la razón, y de una rebeldía inacabada
que fue el dadaísmo, luego vendría el
surrealismo y el abstraccionismo. Y, por
supuesto, no hemos acabado ni acabaremos jamás.
En una oportunidad estaba en el museo Pompidou de París, el más
moderno entonces. Había una retrospectiva de Joan Miró. Fascinante y larga. De
pronto en el curso de la misma, apareció un aviso que declaraba que Miró en ese
momento cronológico de su vida había abominado de la pintura. Nada quería
volver a saber de ella. Él, el mejor pintor de ese momento. Mas a partir de
allí volvían a aparecer unos cuadros, igualmente fascinantes, con palotes de
colores y cometas casi infantiles. Pero con el toque del genio en cada simple
pincelada.
De manera que en cuestión de arte todo es respetable, hasta la
performance o el grafitti. Y
naturalmente, no obstante un cierto degenere en la concepción transitoria del
arte, el talento siempre volverá a retomar su lugar.
En “Arte en el Valle del Cauca”, para no citar sino al azar a unos
pocos, uno puede deleitarse, con las formas realistas, a veces minimalistas de
Rosa Arboleda. O de pronto se encuentra con un cuadro impresionante, óleo sobre
lienzo de Sergio Arce, de un Cristo crucificado en un espacio sin tiempo,
abrupto entre unas sombras de contrastes subjetivos, sin conformación humana,
que no hacen falta, destacándose su cuerpo como una Y, colgante de un vacío no
por los clavos, sino por los pensamientos aun estremecidos de los observadores.
Myriam Bermúdez presenta unas esculturas figurativas, vanguardistas, de
una gran belleza plástica y audaces espacios con mucha fuerza y fijación. David
Borrero propone un rostro impactante y unas figuras abstractas que se refunden
en la tierra como raíces de árboles, y que no son más que sujetos anclados en
sí mismos. Hay un surrealismo que trasciende las formas conformistas para dar
fuerza a la idea.
María Fernanda Cuartas es una joven pintora que explora unas figuras que
solo son siluetas, entendiendo que los rostros y los gestos pueden desaparecer
sin perder su identidad y sin que se pierda el mensaje que transmiten. Hay una belleza
elemental, casi diría minimalista, pero vigorosa y atractiva. Impresiona por su
virtuosismo el cuadro de Anna Frank, aquella adolescente judía de la buhardilla
que escribía sus notas de abandono perdidas en la desesperanza.
Caty Cucalón, otra artista joven, vanguardista, subrealista,
figurativa, rebelde –como debe
ser-, que busca en el abstracto un pensamiento inconformista, sacrificando la
belleza del impacto al regocijo de una idea que, igualmente por rebeldía, no se
deja coger entre las luces inteligibles de ella misma. Medardo Fernández trasluce
la figura difuminada en líneas abstractas, o simplemente un rostro que levanta
su imagen en una urdimbre de líneas y colores que divagan en el conjunto
surrealista.
Rodrigo Galinos, otro joven pintor, deja al descubierto un espíritu
sacramental que ubica en la quietud de los elementos y colores. Todo debe girar
en una paz que para él solo procede del espíritu. La belleza de un mundo
ciertamente irreal pero que alcanza la idealización. Elcy Herrera, meritoria
artista de conocida trayectoria, convierte el paisaje natural, de elementos y
luces, en planos recostados en la geometría, bajo un impulso cromático de gran
belleza.
Carmen Elisa Jiménez es igualmente una escultora reconocida que en su
búsqueda se encuentra con seres redondeados, sin rostros ni color –predomina el
negro- que pueden transmitir bien el sentimiento erótico o la soledad de un
caracol. La también escultora, Adriana
Kamle con su impecable trabajo a la cera perdida hace recordar un poco algunas
esculturas de Degas –La Bailarina-, sobre todo mujer con silla y diálogos
íntimos No. 2. En época donde la
escultura pareciera que se eclipsa por los impactos vanguardistas, estas obras
de una gran recuperación clasicista devuelven el brillo perdido.
Ah, todo es esplendor en la
pintura de Luz Stella Restrepo, sacando brillo y luz de objetos inanimados que
se proyectan, como en un cuadro onírico e irreal, en el espejo de la fantasía.
Son cuarenta artistas, todos llenos de virtud. Lamentablemente el
espacio no me alcanzó sino para resaltar a unos pocos, siendo así que todos los
demás merecen el comentario y el aplauso. Pero aquí están, en el contenido de
este libro lujoso por su belleza, y lleno de luz por el talento de sus
artistas.
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