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LA LOCURA O
EL QUINTO JINETE DEL APOCALIPSIS
Por Juan
Manuel Roca (1)
“No
esperéis el juicio final: tiene lugar todos los días”
Albert
Camus
NTC ... agradece el aporte al autor y la autorización para publicarlo
Hace más de cuatro décadas
trabaja entre nosotros un grabador que rebasa el contexto nacional, alguien que
debería demandar un interés sin orillas geográficas, si la crítica –y no solo
la historia-, cumpliera con un deber esclarecedor, con una valoración que no
responda a las modas ni a los cánones basados en el mercado y en lo que dicte,
sea cual sea, la metrópoli de turno.
Augusto Rendón ha llevado
una vida dedicada al arte más allá de las figuraciones –en un tiempo era un
hecho reiterado el que obtuviera primeros premios en los salones nacionales-, y
durante algún tiempo ha pasado a la tras-escena voluntaria, a una especie de
asordinamiento de su obra. Una obra que ahora, en medio de cualquier
retrospectiva de grabados que puedan incluir inclusive un par de trabajos de su
época de estudiante en Italia, se le revelaría a las generaciones más recientes
como un tesoro escondido. Como un nombre por recordar.
Ningún grabador colombiano
ha realizado más grabados sobre el imaginario del país desde una mitología
personal, sobre las diferentes capas de sus violencias, desde la masacre de
Santa Bárbara, valga de ejemplo, hasta nuestros días.
Lo anterior, se podría
decir, no es un valor estético en sí mismo y no pasaría (como ocurre en muchos
casos de la plástica colombiana), de ser un aporte a la historia de nuestro
arte pero no necesariamente al arte, quizá un simple enclave importante para la
sociología, de no estar realizado de manera magistral con el virtuosismo propio
de un gran dibujante, de un grabador que no se queda en la reproducción de un
destino social o de un mimetismo con la realidad inmediata, pues Augusto Rendón
crea, antes que nada, un universo y unas formas inconfundibles.
Como ocurre en ciertos
sucesos grabados por Francisco de Goya y Lucientes en una época de España
descrita con su habitual ironía por Marx
cuando señalaba que ese país estaba dividido en dos partes, una que producía
ideas sin actos y otra que producía actos sin ideas, Augusto Rendón tiene la
capacidad de asomarse a esos dos mundos excluyentes que de manera análoga
subsisten en Colombia. Logra hacerlo para mirar desde el arte y desde la historia
nuestra tragedia colectiva.
Al mencionar a Goya vale la
pena recordar la banalidad con la que una mujer habitualmente lúcida descartó
algunas obras de Rendón por sus vecindades estéticas con el genio develador del
“sueño de la razón”, que ya sabemos los seres teratológicos que produce.
Lo mismo ha podido decir en
esa oportunidad Marta Traba de los grabados de Carlos Correa o inclusive de
ciertas atmósferas de Juan Antonio Roda y, por supuesto, descartar también con
tal argumento muchos dibujos goyescos de su admirado José Luis Cuevas, uno de
sus “cuatro monstruos cardinales”.
Qué duda cabe, Rendón es
quien de manera más feroz y permanente introduce la realidad colombiana en sus
estampas, más allá de asuntos episódicos o anecdóticos. Augusto Rendón es al
grabado lo que Alejandro Obregón es a la pintura, según las palabras de Samuel
Vásquez, es decir, un explorador de símbolos de raigambre colombiana,
universalizados por una visión en nada aldeana, muy distante de la vieja
pintura de los cuadros de costumbres.
Hay una pregunta rondando
sobre el por qué de la relación más estrecha existente entre las circunstancias
sociales y el grabado y su reiterada mirada crítica de cualquier entorno, que
la que existe en relación con la pintura. Quizá ese carácter no sea
programático y a lo mejor nazca de manera inconsciente de las estampas
seriadas, de su claro objetivo divulgador que rebasa la mirada única, la mirada
privatizada. Pero claro, la obra seriada funciona de modo muy diferente en los
países latinoamericanos y en los Estados Unidos, por ejemplo. Si acá se realiza
–y hablo de los auténticos grabadores-, por un deseo de difusión social, de una
mayor cobertura para un público sin grandes alcances monetarios, allá se hace
por razones económicas, para ampliar los ingresos de galeristas y artistas que
casi siempre hacen del grabado un sucedáneo no siempre genuino de su arte.
En este punto hablar de la
necesidad de crear un museo del grabado en el país, como el que existe en
México, cuando tenemos una notable tradición vapuleada por el manoseo de
artistas que sólo hacían dibujos mordidos en algo puesto en boga de manera
espuria, es algo más que un guiño caprichoso, es una carencia más de nuestra
cultura visual.
En un ámbito así, en un gran
salón que historiara a nuestros grabadores, se podría ver la importancia de la
obra de Augusto Rendón, algo que es sin duda un epicentro de este arte en
Colombia y un punto de necesaria referencia en América Latina.
Podría señalarse para la
obra de Augusto Rendón algo que expresara Luis Vidales en torno a la percepción
del mundo y del arte: “no siempre nos detenemos a pensar en la diferencia que
existe entre el reflejo del mundo en la mente y la forma como transcriben este
mundo en la plástica las ficciones visuales”. Y es lo que hace Rendón. Fija o
graba en su mente lo que el mundo exterior le entrega y por una suerte de
alquimia personal lo convierte en una ficción visual, con muchos efectos
sediciosos. Lo dijo con claridad Óscar Wilde: “allí donde el hombre cultivado
capta un efecto, el hombre sin cultura pesca un resfriado.”
La presencia de la muerte,
por ejemplo, aparece en muchos grabados de Augusto Rendón sin que haya la
exclusión de un Eros lacerante. Entre la inhibición que produce la muerte y la
atracción que seduce desde el erotismo, hay un efecto que se tiende como un
puente colgante que conduce del soñar a la vigilia, o de manera contraria, para
crear una realidad de naturaleza onírica. No es el registro de la violencia en
una instancia fotográfica ni estadística sino en un estadio mítico, tocado de
leyendas.
Y aparece entonces, como
rasgo esencial, un capítulo de la locura, de la vesania en un país que huye de
sí mismo, de un país que practica la autofagia de manera dolorosa, de un país
que va en su propia nave de los locos (stultifera navis como la evoca Michel
Foucault), hacia un mañana incierto y hacia tierras siempre ajenas y movedizas.
No es algo cercano a la Cura
de la locura del Bosco ni a los grabados medievales, pero ¿quién se niega a
entrever en nuestra violencia un pasaje atrasado de la Edad Media, una forma de
la insania mental que nuestro grabador atrapa en sus caballos y jinetes, en una
suerte de Apocalipsis de entrecasa? Es el lenguaje bífido, la doble lengua de
la razón y de la moral que cubre nuestra manera de ser entre el espejo y el
adentro, como aquellos personajes que acostumbran lavar su máscara antes de
lavarse la cara.
Hay grabados de Rendón que
tienen al fondo unos paisajes desolados y casi ausentes, unos árboles donde
además del fruto puede balancearse el ahorcado, unos jinetes que caen de un
corcel como en una metáfora del poder, perros que rabian, obispos que galopan
sobre su fasto y sus poderes, toda una iconografía del miedo.
Hay en toda la obra de
Augusto Rendón una fidelidad a sus obsesiones, un sentido refractario de frente
a la obediencia, un deseo claro de no correr detrás de la historia que es lo
propio de la moda.
No son los suyos
grabados-jerga, grabados-argot hechos a la medida de los tiempos, es decir
transitorios, son más bien grabados que más allá de adentrase en las técnicas
mixtas de la aguatinta y el aguafuerte con una habilidad que parece natural,
son un lenguaje de trazos que no evaden ni la abstracción ni lo figurativo,
pues se entremezclan para totalizar un universo plástico de gran vigor, de
honda fortaleza.
Más allá de algunos
episodios que pudieron suscitar la ejecución de estos grabados brotados de
nuestra cruenta realidad, son obras que pueden hablarle al espectador de
cualquier lugar, de cualquier momento.
Si para Rendón la locura es
una suerte de quinto jinete del Apocalipsis, algo que podría ser la larga noche
de la sin-razón, sus grabados son un fiel testimonio de este aserto que opera
como liberación, como testimonio estético de una larga encrucijada de la
historia.
Es la suya una apuesta moral
contra el ultraje al hombre y sus entornos ominosos.
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